Se han prendido de indignación las calles de Turquía tras el atentado suicida de los asesinos fundamentalistas del Daesh (EI, Estado Islámico) en Suruc y la cínica, vergonzosa y criminal actitud que ha adoptado el gobierno turco a continuación. Masivas manifestaciones y violentos enfrentamientos en casi todas las ciudades turcas, desde Estambul hasta las zonas de mayoría kurda, expresaron la rabia de una población que se rebela contra los lazos de complicidad, cada vez más evidentes, que unen al gobierno de Erdogan con el califato de Al Baghdadi. La respuesta oficial no se ha hecho esperar: detenciones de cientos de militantes kurdos y de izquierda, bombardeos de posiciones del PKK en Irak y de las YPG en el norte de Siria y, en general, una violencia que ha acabado con el proceso de paz y el alto el fuego vigente estos último años. No nos engañemos, que algunos de los ataques aéreos y las detenciones se hayan dirigido contra el Daesh y sus simpatizantes en ningún modo quiere decir que sean estos los principales objetivos de la ofensiva. Si acaso, estos son la excusa para la actitud cínica del gobierno turco, cuya respuesta a la masacre de Suruc consiste en arremeter contra las agrupaciones de las víctimas y detener a los compañeros de los fallecidos. Basta con tener en cuenta que el 85% de los detenidos a raíz del atentado, son militantes de grupos pro-kurdos o de izquierda y sólo el 15% restante son salafistas. Lo que antes era una sospecha ahora es un secreto a voces: el estado y el gobierno turco colaboran con Daesh en su lucha contra las fuerzas seculares y revolucionarias en Turquía y el Kurdistán.
Por un lado, las 32 víctimas mortales y las decenas de heridos entre los brigadistas que se habían reunido en Suruc para dirigirse a la reconstrucción de Kobane son un mensaje claro a todos los sectores laicos y progresistas del mundo musulmán: para los integristas religiosos, todo aquel que defienda la libertad frente a la imposición merece la muerte.
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